Wednesday, March 28, 2007

Semana lluviosa

Los travestis del rosedal te maldicen: que no podrán comer por unos días, que su práctica se debilita, que su maquillaje se desliza como postre caliente, que en esos días sus clientes miran películas tapados hasta el cuello.
Los taxistas que bordean el rosedal te alaban: que ningún boludo se anima a caminar por la calle, que mojarse de noche no es muy agradable, que si tal árbol se cae sería un peligro, que mejor dejar el auto en casa por si cae granizo, que gasto unos mangos más estos días total después siempre sale el sol.
Los que limpian el rosedal te maldicen: que el barro ensucia el uniforme, que los papeles se pegan al piso, que la basura tapa los desagües y los pelotudos de los vecinos se quejan con ellos, que no hay chicas paseando en bikini, que las risas de los niños se apagan.
Las plantas del rosedal te alaban: que tus gotas refrescan los pies, que el sol ya no prende fuego, que el humo irritante se distrae por un rato, que la sed ya no es real, que poco les importa si los travestis no trabajan, que poco les preocupa si los que limpian tienen peor cara.

El taxista mira a la planta y sonríe. Los travestis hablan con los que limpian. Se quejan. Maldicen. Maldito tiempo. Maldita semana.

La planta se hidrata, enverdece, siente frío, y empieza a extrañar al sol.

Monday, March 05, 2007

Estás con sorcio

Último momento: Saquearon edificio en el barrio de Boedo. Fuentes policiales afirman haber encontrado tres tarjetas de playland tiradas en el piso. “Parece que alguien olvidó cerrar la puerta con llave y después un ladrón la falseo.”, declaró Martín Ramides, presidente del consorcio. “Qué pelotudo, ¿no?”, agregó.

El viejo del quinto culpa al del octavo. Dos viejitos cascarrabias, diría mi abuela Josefa de haber estado en aquél momento. La flaca del décimo afirma que lo vio: el pendeviejo del cuarto piso salió a correr con sus chicas y olvidó cerrar la puerta. “Olvidó un carajo”, agregó la flaca. “El viejo asqueroso siempre hace lo mismo, ¿no ven?”.
El ascensor sigue ingobernable. Uno sube y lo interrogan. Nos miramos con desconfianza, sí, con un cierto destierro vecinal propio de una serie televisiva. El ascensor se convirtió en una especie de banquillo de acusados con botones que indican el destino de culpabilidad: si aprieto el noveno soy el pendejo hijo de puta que pone la música al palo. Si aprieto el cuarto soy la pendeja que no puede callar sus gemidos. Y si aprieto el séptimo soy el que lanza humaredas de victoria y placer…

La junta vecinal decidió juntarse, valga la maldita redundancia. La reunión es digna de ser filmada. Si vieran a las viejas…si vieran a los viejos…si vieran a los niños…y porqué no a los adolescentes risueños y rebeldes: “¿Para qué estamos acá si nosotros no tenemos nada que ver?”, pregunta uno, mientras su amiguito le responde al oído que tiene razón, que lo comprende, que a esa edad no deberían estar haciendo otra cosa mas que tocarse. Pero el conserje del edificio lo pidió a través de un humilde aviso pegado en el ascensor: “Como motivo del famoso saqueo sufrido en el día de ayer, todos los propietarios e inquilinos deben presentarse hoy a las 19:30hs en el hall del edificio”.
Asistimos todos. Reunión aburrida por cierto. No opiné. Nunca opino. Me molesta opinar. Me molesta que me escuchen. No tengo nada que decir. En este edificio yo solo como y duermo (el baño está tan sucio que prefiero usar el de mi trabajo). Nadie me conoce. Nadie me ubica. Asistí a la reunión para ver quién tenía la desgracia de convivir conmigo, pero ni siquiera eso me importó. Me levanté, nadie notó mi movimiento (claro está), y sin despedirme empecé a caminar. Abrí la puerta, miré a mi izquierda, y una vez más, como en todas mis tristes noches, encaré hacia el bar de la esquina.